Como yo conocía bastante a su abuela, se me ocurrió tomar el camino más corto e ir a pedirle a la anciana que hablara con su nieta para que a la vuelta se com-portara un poco mejor. Ella estuvo de acuerdo con mi planteo de que había que ser más respetuoso con los demás, y se le ocurrió la idea de hacerle experimentar a su nieta lo incómodo que resultaba que otros invadieran nuestro espacio tomándose confianzas que nunca se les habían dado. Hizo que yo me pusiera su camisón y me metiera en la cama como si fuera el dueño de casa y acordamos que ella se escondería en el armario para que al entrar la nena no la viera.
Lo que no me aclaró la abuela fue que su nieta era bastante miope. Y está claro que lo era, porque de otra forma no se explica que me haya podido confundir con la anciana y que pasara lo que pasó. Al llegar, lo primero que hizo fue un comentario bastante desagradable acerca del tamaño de mis orejas. Los otros lobos me llamaban orejudo y la verdad es que siempre me acomplejó esa cuestión, pero aunque me sentí insultado, procuré ser amable y le respondí que las orejas eran para escucharla mejor. Ella hizo inmediatamente otra observación ofensiva, ahora acerca de mis ojos saltones. Confieso que no me gustaba nada el cariz que estaba tomando la conversación, pero una vez más me esforcé por ser amable y le contesté que eran para verla mejor. Hasta ahí íbamos bien, pero cuando mencionó el tamaño de mis dientes la situación se me fue de las manos. Tuve que usar ortodoncia durante toda la infancia, no hubo dentista ni tratamiento que resolviera el problema de mis desmesurados colmillos y eso siempre tuvo un impacto negativo en mi autoestima. Reconozco que tendría que haberme controlado, pero bueno, no pude hacerlo, salté de la cama para darle un escarmiento y le dije que eran... para comerla mejor.
Ahora bien, seamos sinceros, todo el mundo sabe que ningún lobo puede comerse una nena. Vamos, en serio, es imposible, y menos con un camisón y en pantuflas. Pero evidentemente la nena no tenía muchas luces, porque empezó a correr por toda la habitación, gritando como una histérica. A la abuela justo se le trabó la puerta del armario, y eso complicó aún más las cosas, porque como la mujer no podía salir, ni ver lo que pasaba, acompañaba desde adentro los gritos de la nieta afuera. Yo no hacía otra cosa que perseguir a la nena tratando de tranquilizarla, pero estaba como loca. Entonces se me ocurrió que si me sacaba la ropa de la abuela tal vez me reconocería y lograría calmarla de una buena vez. No funcionó. De hecho, empezó a gritar aún más fuerte, repitiendo “¡un lobo!”, “¡un lobo!”, “¡un lobo!”, como si hubiera descubierto América, ¿no habíamos estado conversando antes en el bosque? ¿Qué iba a ser? ¿Una tortuga? En medio de este griterío, se abren al mismo tiempo la puerta de la casa y del armario. La abuela cae al piso con el envión y justo en ese momento entra un leñador con un hacha enorme. Inmediatamente se generó un silencio bastante incómodo para todos. Yo comprendí que corría peligro y que no estaba en una posición demasiado favorable como para dar explicaciones. Entonces hice lo que cualquier lobo hubiera hecho: salté por la ventana y me escapé.
El resto, ya lo saben: en menos de una semana ya se había corrido la voz de que yo era un lobo malo, de que había tratado de comerme a una nena y me había abusado de la confianza de una pobre anciana. Con el tiempo, la historia se fue agrandando y empezaron a circular versiones cada vez más distorsionadas, como por ejemplo esa en la que el leñador me abre la panza, rescata a las mujeres, me rellena con piedras, me cose y me tira al río.
Probablemente tenga que ver con alguien que sacó sus propias conclusiones al notar la cicatriz de mi vieja operación de apendicitis.
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