datos de las manos que teclean

El Lobo Feroz (versión autobiográfica)


Desde el fatídico encuentro con esa nena, mi vida nunca volvió a ser la misma, mi buen nombre ha quedado manchado y nunca jamás pude recuperar la paz. Si algo me queda claro es que cualquier malentendido puede llegar a trastornar nuestra existencia. En aquella época, yo vivía en el bosque, sin molestar a nadie y en pacífica armonía con el resto de los animales y plantas. Me limitaba a cumplir con el rol que me correspondía en el ecosistema, como todos los demás, disfrutando de un tipo de vida que cualquier lobo calificaría como perfectamente normal y tranquila. Mi contacto con los seres humanos era escaso. La verdad es que no les tenía demasiada confianza. Cuando alguno de ellos entraba en el bosque, solía vigilarlos a distancia, para cerciorarme de que no venían con escopetas ni a hacer daño. Siempre me gustó habitar en lugares limpios y ordenados, y como todos saben, los seres humanos tienden a ser bastante mugrientos.

Un día particularmente hermoso y soleado, mientras me encontraba juntando la basura que había dejado desparramada un grupo de excursionistas, escuché los pasos de alguien que se acercaba. Me escondí detrás de un árbol por las dudas y vi que se trataba de una nena vestida de una forma bastante rara. Iba sospechosa-mente toda de rojo y encapuchada, como si quisiera ocultarse o tuviera algo que esconder. Yo sabía que los cachorros humanos suelen andar siempre en compañía de sus padres, esta nena estaba sola y eso despertó mi curiosidad. Tomé coraje, me arriesgué y me acerqué para averiguar qué andaba haciendo por el bosque. Le pregunté quién era, de dónde venía y adónde iba. Sin dejar de bailar y cantar –con un tono de voz absolutamente desafinado, chillón y fastidioso– me dijo que iba a llevarle una canasta con alimentos a su abuela, que vivía del otro lado del bosque. Supuse que se había equivocado de camino, le expliqué que ese por el que iba era el más largo y que le convenía tomar el otro sendero. Me dijo que ya lo sabía, que su mamá se lo había explicado, pero que no le iba a hacer caso porque en ese camino había más flores y ella quería llevarle varias a su abuela como regalo. Inmediatamente volvió a su desafinado canto, y la verdad es que su mal oído musical era irritante. Estaba espantando a todos los pájaros, no dejaba de arrojar papeles de caramelo y como siguiera cortando flores las mariposas no se iban a poder alimentar por meses.

Como yo conocía bastante a su abuela, se me ocurrió tomar el camino más corto e ir a pedirle a la anciana que hablara con su nieta para que a la vuelta se com-portara un poco mejor. Ella estuvo de acuerdo con mi planteo de que había que ser más respetuoso con los demás, y se le ocurrió la idea de hacerle experimentar a su nieta lo incómodo que resultaba que otros invadieran nuestro espacio tomándose confianzas que nunca se les habían dado. Hizo que yo me pusiera su camisón y me metiera en la cama como si fuera el dueño de casa y acordamos que ella se escondería en el armario para que al entrar la nena no la viera.

Lo que no me aclaró la abuela fue que su nieta era bastante miope. Y está claro que lo era, porque de otra forma no se explica que me haya podido confundir con la anciana y que pasara lo que pasó. Al llegar, lo primero que hizo fue un comentario bastante desagradable acerca del tamaño de mis orejas. Los otros lobos me llamaban orejudo y la verdad es que siempre me acomplejó esa cuestión, pero aunque me sentí insultado, procuré ser amable y le respondí que las orejas eran para escucharla mejor. Ella hizo inmediatamente otra observación ofensiva, ahora acerca de mis ojos saltones. Confieso que no me gustaba nada el cariz que estaba tomando la conversación, pero una vez más me esforcé por ser amable y le contesté que eran para verla mejor. Hasta ahí íbamos bien, pero cuando mencionó el tamaño de mis dientes la situación se me fue de las manos. Tuve que usar ortodoncia durante toda la infancia, no hubo dentista ni tratamiento que resolviera el problema de mis desmesurados colmillos y eso siempre tuvo un impacto negativo en mi autoestima. Reconozco que tendría que haberme controlado, pero bueno, no pude hacerlo, salté de la cama para darle un escarmiento y le dije que eran... para comerla mejor.

Ahora bien, seamos sinceros, todo el mundo sabe que ningún lobo puede comerse una nena. Vamos, en serio, es imposible, y menos con un camisón y en pantuflas. Pero evidentemente la nena no tenía muchas luces, porque empezó a correr por toda la habitación, gritando como una histérica. A la abuela justo se le trabó la puerta del armario, y eso complicó aún más las cosas, porque como la mujer no podía salir, ni ver lo que pasaba, acompañaba desde adentro los gritos de la nieta afuera. Yo no hacía otra cosa que perseguir a la nena tratando de tranquilizarla, pero estaba como loca. Entonces se me ocurrió que si me sacaba la ropa de la abuela tal vez me reconocería y lograría calmarla de una buena vez. No funcionó. De hecho, empezó a gritar aún más fuerte, repitiendo “¡un lobo!”, “¡un lobo!”, “¡un lobo!”, como si hubiera descubierto América, ¿no habíamos estado conversando antes en el bosque? ¿Qué iba a ser? ¿Una tortuga? En medio de este griterío, se abren al mismo tiempo la puerta de la casa y del armario. La abuela cae al piso con el envión y justo en ese momento entra un leñador con un hacha enorme. Inmediatamente se generó un silencio bastante incómodo para todos. Yo comprendí que corría peligro y que no estaba en una posición demasiado favorable como para dar explicaciones. Entonces hice lo que cualquier lobo hubiera hecho: salté por la ventana y me escapé.

El resto, ya lo saben: en menos de una semana ya se había corrido la voz de que yo era un lobo malo, de que había tratado de comerme a una nena y me había abusado de la confianza de una pobre anciana. Con el tiempo, la historia se fue agrandando y empezaron a circular versiones cada vez más distorsionadas, como por ejemplo esa en la que el leñador me abre la panza, rescata a las mujeres, me rellena con piedras, me cose y me tira al río.

Probablemente tenga que ver con alguien que sacó sus propias conclusiones al notar la cicatriz de mi vieja operación de apendicitis.

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dijo W. BENJAMIN sobre las traducciones

"Así como el tono y la significación de las grandes obras literarias se modifican por completo con el paso de los siglos, también evoluciona la lengua materna del traductor. Es más: mientras la palabra del escritor sobrevive en el idioma de éste, la mejor traducción está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer como consecuencia de esta evolución."

de Walter Benjamin, "La tarea del traductor", en Angelus Novus, trad. de H. A. Murena, Barcelona, Edhasa, 1971, pp. 127-143.


dijo BORGES sobre las traducciones

¿A qué pasar de un idioma a otro? Es sabido que el Martín Fierro empieza con estas rituales palabras: "Aquí me pongo a cantar - al compás de la vigüela." Traduzcamos con prolija literalidad: "En el mismo lugar donde me encuentro, estoy empezando a cantar con guitarra", y con altisonante perífrasis: "Aquí, en la fraternidad de mi guitarra, empiezo a cantar", y armemos luego una documentada polémica para averiguar cuál de las dos versiones es peor. La primera, ¡tan ridícula y cachacienta!, es casi literal.

Jorge Luis Borges, La Prensa, Buenos Aires, 1 de agosto de 1926.