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–Buenas tardes –respondió la voz al otro lado de la línea– lo estoy llamando desde la Escuela de EGB de la UNS.
El hombre ya había reconocido el número en el identificador de llamadas y pensó que otra vez sopa, pero se guardó el comentario.
–Sí, señora, ¿de qué se trata esta vez? –dijo, mientras suspiraba acompasando el recorrido de las agujas del reloj.
–Bueno... ¿Cómo explicarlo? Necesitaría que alguien viniera a bajar un gato del mástil del patio. Es medio urgente, ¿sabe? Está por llover –explicó.
–No me diga nada. Hay una bomba adentro del gato –adivinó medio resignado.
–No –dijo la voz del otro lado de la línea.
–¿Debajo del gato? –insistió el hombre, desconfiado.
–No, no, ninguna bomba –repitió la mujer– sólo un gato.
–¿Características del micho?
–¿Perdón? –dijo ella desorientada.
–Que cómo es el gato, señora. ¿Me lo podría describir?
–¿Para qué?
–Para completar correctamente la planilla de denuncia. Usted ya sabe cómo es el procedimiento en estos casos. Siempre tratamos de evitar confusiones.
–No hay muchos gatos trepados al mástil –aclaró la mujer medio fastidiada, mientras corría las cortinas de las ventanas, que daban justo al patio, para visualizar bien al minino.
–Lo siento, pero tengo que completar la planilla con toda la información requerida.
–Bueno, a ver... Es un animalito de pelo dudoso, amarillo y negro. Tiene un moño rosa en el cuello.
–¿Eso es todo?
–Yo diría que sí. Eso y...
–“Y...” ¿Qué?
–Es de papel.
–¿Perdón? ¿De qué?
–De papel.
–¿El gato o el moño?
–El gato.... y el moño también, claro... Le dije que no era fácil de explicar, pero necesito que vengan a bajarlo.
–Bueno, bueno, no se preocupe. En un rato tiene un par de bomberos con unas tijer... perdón, con una escalera por allá –respondió mientras pensaba en la cara que pondrían los del cuartel. ¿Con quién tuve el gusto de hablar?
–Si no resuelvo esto pronto, probablemente con la ex-profesora de Lengua.
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El recreo de diez minutos estaba a pleno. Eran las tres y veinte pasadas. Los chicos deambulaban por todos los pasillos. La cantina estallaba de gente y nadie había visto que una nube espesa en forma de sacacorchos se estaba formando en el horizonte. El único que detectó la nube fue, naturalmente, quien la tenía más cerca: el gato. Hizo gestos desesperados señalando hacia el este, pero nadie lo miraba en ese momento.
Al ver llegar el camión cisterna de los bomberos, el guardia de la puerta pensó que otra vez sopa, pero se guardó el comentario, porque justo lo distrajo la batahola de chicos que corría en dirección a la puerta pensando que había bomba y evacuación de instalaciones. Vieron llegar el camión por las ventanas y hubo que cerrar las puertas para evitar el desmán.
Una vez que se hicieron las aclaraciones de caso, el centro de atención pasó a ser el mástil de patio. Los de octavo y noveno no entendían absolutamente nada. Pero no hubo un solo alumno de séptimo al que la situación del gato aferrado arriba de la bandera no le sonara un poco familiar. Por supuesto que no dijeron nada. A quién se le iba a ocurrir que... imposible... Además, visto de frente, en dos dimensiones, era imposible darse cuenta de que el micho en cuestión era lisa y llanamente un pedazo de papel. Apenas sonó el timbre, la orden fue “Todo el mundo a clase”. Llevó su tiempo, como siempre, pero al rato ya no quedó nadie en el patio. Nadie, claro, sin contar a la de lengua y a los... ¿bomberos?
Venían sin escalera y de a dos. Es decir, dos bomberos nada más... y bastante poco convencionales, por cierto. Uno llevaba puesta una remera roja, con el logo de una típica marca de combustibles para autos en el pecho y el característico rostro de la mascota en la espalda. El otro debía ser uruguayo.
Aparentemente –según explicó el de remera roja, porque el otro no dijo ni slurb– estaban modernizando sus estrategias para abordar situaciones conflictivas y de riesgo. No era cosa de subirse y bajar al micho en contra de su voluntad. Consideraban eso un atropello, bajo todo punto de vista.
–¿O sea que la idea es convencerlo de que baje? –preguntó la de lengua con cierta incredulidad.
–Exacto. Persuasión: esa es la táctica –respondió el compañero del que no hablaba.
–¿Y exactamente cómo piensan persuadirlo?
No terminó de decir “...irlo” que su interlocutor ya le estaba pegando un cabezazo al mástil para ver si el gato se desprendía. Pero no hubo caso. El micho aguantaba a pata firme.
–Parece que mucho no se persuade –reflexionó el hombre mientras se frotaba el chichón
“Este es medio bestia”, pensó la de lengua, que no se equivocaba, porque era nomás, aunque no medio, sino muy y con mayúscula.
En plena “fase B” de la operación persuasiva –es decir, cuando el de remera roja estaba a punto de pegarle el segundo cabezazo al mástil– un par de profesoras de inglés, absolutamente ajenas a la situación, atravesó el patio en dirección a la cantina. Apenas las detectó, el que no hablaba peló una alpargata, largó el termo y, con un pie descalzo, sin soltar el mate, se abalanzó hacia ellas a toda velocidad.
De no haber sido una cartulina que salió volando por la ventana y se le enredó en los pies al que debía ser uruguayo, quién sabe lo que pasaba. Ahorremos detalles. El que no hablaba tenía un pie descalzo, pisó en falso, resbaló y chau mate. El de remera roja miraba como quien acompaña el sentimiento y éste –que ya no decía slurb sino snif– miraba los pedazos de mate mezclados con la yerba desparramada en el suelo. Como la de Lengua, a su vez, los miraba a ellos dos, nadie miraba al gato. Y cuando se les ocurrió mirar ya era demasiado tarde.
–¿Se habrá persuadido solo? –sugirió el de remera roja.
–Snif –opinó el que miraba el mate.
–Se me van ya mismo de acá –propuso la de Lengua, ya absolutamente convencida de que nada de lo que pasaba estaba sucediendo en la escuela.
Lisa y llanamente estaba sucediendo, sin lugar a dudas, pero no exactamente en la escuela. Y por lo visto, el gato no era el único personaje bidimensional de la historia, porque ella misma comenzó a arrugarse. Primero sus pies, después sus tobillos y, poco a poco, la arruga fue absorbiendo todo lo que había alrededor. Como un gran agujero negro, arrastrando incluso el mate, la yerba, el tigre de la remera y el chichón del Muy Bestia, la arruga se contrajo en crujidos circulares envolventes, hasta formar el quinto bollo de papel entre las manos de Gustavo y remontarse describiendo un arco perfecto, una parábola maestra, en dirección al centro del tacho de basura del rincón.
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“Por lo menos emboqué una”, pensó el que no era exactamente Ginóbili y definitivamente tampoco Ema Wolf. Miró el reloj, faltaban quince minutos para la una de la tarde. “La de lengua me tiene podrido. Ya le dije mil veces que no tengo imaginación para escribir estas cosas que pide, pero no lo entiende” , resolvió Gustavo mientras salía para la escuela.
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