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Como procede de una parte de la verdad,
tiene que regresar siempre a lo inexplicable.
Franz Kafka, Prometeo.
El Sol reverberó sobre el azul silencioso del Mar, mientras Heracles trepaba hacia la cumbre. Llevaba el arco y las flechas, pero no fueron necesarios, porque cuando escrutó el horizonte buscando el ave de Zeus, solo encontró un nido vacío. Sobre la hierba seca, cubierto por algunas plumas y fragmentos de roca, estaba el milenario reloj de sangre con que se medía el Tiempo del tormento del Titán.
Dudó por unos segundos: el trabajo parecía demasiado sencillo. Sigilosa, con insurrecta cadencia, la sangre inmortal se deslizaba en la clepsidra. Supuso que el eco del bramido del Titán acompasaba el impacto de las gotas, y que cuando la invisible mano de Ananke giraba el reloj, de alguna manera el águila se abalanzaba nuevamente a desgarrar las eternas entrañas sediciosas.
Dejó las armas a un lado y examinó mentalmente la insólita disposición de los hechos. Pensó que quizás el vidrio al quebrarse remedaría el metálico crujir de las cadenas ausentes, y palpó con sus dedos el cristal, como anhelando un latido.
La clepsidra rota solo puso en evidencia el artificio: hombres, roca y águila eran una misma cosa.
Al ver que el titán se desangraba inútilmente sobre el mundo, el héroe comprendió que el fuego nunca volvería a encenderse, y emprendió el arduo descenso.
Cuando el hombre, ya en tierra firme, le dio la espalda al peñasco, comenzaba a caer el sol.
Ahora era solo cuestión de tiempo.-
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