datos de las manos que teclean

La llamada

Habiendo abierto el gas y colocado la pava sobre la hornalla, ya pensaba en verter la yerba dentro del mate cuando sonó el teléfono. 
Eran las seis y tres minutos de la mañana de un domingo, es decir, circunstancias poco propicias para revelaciones de cualquier tipo, particularmente para las de orden telefónico. 
La voz del otro lado de la línea –si acaso había una línea y no una espiral infinita, si acaso las cuerdas vocales que articularon las palabras existían realmente en algún otro lado impreciso– verificó su identidad llamándolo por su nombre y apellido. Quería venderle un seguro de vida.
Tenía veinte años y la salud firme como el tronco de un ombú, situación que contribuía a enfatizar la intrascendencia del ofrecimiento. A los veinte años uno es inmortal e invulnerable por razones de casuística. 
Juan no estaba interesado en adquirir el servicio, pero la mujer, que insistía, parecía empecinada en desplegar sus argumentos.
No era un seguro de vida tradicional. No se trataba del pago de una suma económica a quien lo sobreviviera en caso de un accidente automovilístico o una patinada en la ducha. El carácter extraordinario de la prestación a su alcance consistía en garantizar que la vida del asegurado siguiera su curso inmune a cualquier tipo de incidente que pudiera desbarrancarla hacia la muerte.
Tras casi media hora de conversación, Juan intuye, ya ligeramente mareado, que la irrupción de lo maravilloso en el orden cotidiano reviste formas curiosas, que no sólo ocurre cuando alguien decide marcar números al azar en un teléfono para ofrecerle a quien responda la memoria de un escritor inglés muerto, que también puede acaecer cuando una llamada interrumpe a quien coloca los espaguetis en la olla y una voz japonesa surge de la nada pidiendo diez minutos de tiempo. 
Pero luego, ya más que ligeramente mareado, Juan también recuerda que él vive en Anzoategui, provincia de La Pampa, que es domingo, que ya son casi las seis y media de la mañana, y que nada extraordinario puede suceder dentro de la cocina de dos metros cuadrados por tres en la que apenas entra la mesa y el teléfono público del puesto de la estancia.
De manera que, pese a la insistencia de la voz al otro lado de la línea –si acaso había una línea y no una espiral infinita, si acaso las cuerdas vocales que articularon las palabras existían realmente en algún otro lado impreciso–, Juan rechaza el ofrecimiento, enciende un cigarrillo y vuela por los aires, en medio de la explosión.

Admonitions to a Special Person (Anne Sexton)

Ojo con el poder,
puede aplastarte su avalancha.
Nieve, nieve, nieve, asfixiando tu montaña.
.
Ojo con el odio, 
puede abrir la boca y escupirte,
arrancarte la pierna, de repente leprosa.
.
Ojo con los amigos, 
porque cuando los traiciones
(vas a traicionarlos)
hundirán su cabeza en el inodoro
y apretarán el botón hasta desaparecer.
.
Ojo con la razón,
porque sabe tanto que no sabe nada,
te deja colgado patas arriba
y balbuceás conocimiento
mientras el corazón se te sale por la boca.
.
Ojo con los juegos, con eso de actuar,
con lo del discurso armadito, aprendido, heredado,
porque a la larga se nota,
y quedás desnudo como un chico,
meado entre las sábanas.
.
Ojo con el amor,
(salvo que sea de verdad
y todo el cuerpo, hasta los dedos
de tus pies digan que sí),
te empaqueta como a una momia:
nadie escuchará tus gritos,
y al correr, no habrá hacia dónde.
.
¿El amor? Sea hombre, sea mujer,
sea como esa ola que querés barrenar
entregarle el cuerpo, la risa,
y también las lágrimas, ya en tierra,
cuando te reciba la arena.
Amar a otro es un acto de fe,
no podés prepararte, te dejás
caer en sus brazos, creés
hasta desatarte las dudas.
.
Sos especial,
yo que vos no escucharía
ninguno de estos consejos,
hechos de palabras tuyas
y alguna que otra mía,
así, como de a dos.
No creo en una sola 
de las cosas que dije, 
salvo en algo, salvo en esto:
que te pienso como un árbol joven,
con follaje de papel y plasticola,
pero sé que tu raíz va a hundirse
hasta que el verde
lo verdadero
brote.
.
Soltá. Soltate.
Sos alguien especial,
sos la posibilidad del follaje.
A esta máquina de escribir le encanta
verte en ese recorrido,
pero quiere estampar contra el suelo
la copa del brindis,
y festejar cuando pierdas
esa oscura corteza,
festejar que sucedas y vueles,
como un globo,
en el aire.
.
.
Anne Sexton
.
.
Watch out for power,
for its avalanche can bury you,
snow, snow, snow, smothering your mountain.
Watch out for hate,
it can open its mouth and you'll fling yourself out
to eat off your leg, an instant leper.
Watch out for friends,
because when you betray them,
as you will,
they will bury their heads in the toilet
and flush themselves away.
Watch out for intellect,
because it knows so much it knows nothing
and leaves you hanging upside down,
mouthing knowledge as your heart
falls out of your mouth.
Watch out for games, the actor's part,
the speech planned, known, given,
for they will give you away
and you will stand like a naked little boy,
pissing on your own child-bed.
Watch out for love
(unless it is true,
and every part of you says yes including the toes) ,
it will wrap you up like a mummy,
and your scream won't be heard
and none of your running will end.
Love? Be it man. Be it woman.
It must be a wave you want to glide in on,
give your body to it, give your laugh to it,
give, when the gravelly sand takes you,
your tears to the land. To love another is something
like prayer and can't be planned, you just fall
into its arms because your belief undoes your disbelief.
Special person,
if I were you I'd pay no attention
to admonitions from me,
made somewhat out of your words
and somewhat out of mine.
A collaboration.
I do not believe a word I have said,
except some, except I think of you like a young tree
with pasted-on leaves and know you'll root
and the real green thing will come.
Let go. Let go.
Oh special person,
possible leaves,
this typewriter likes you on the way to them,
but wants to break crystal glasses
in celebration,
for you,
when the dark crust is thrown off
and you float all around
like a happened balloon.

El charco de lágrimas


Alicia en el País de las Maravillas
Capítulo 2
 

“¡Peorísimo y peorísimo!”, gritó Alicia. (Estaba tan sorprendida, que en ese momento se olvidó cómo hablar correctamente). “¡Ahora me estoy desplegando como si fuera el telescopio más grande del mundo! ¡Chau, pies!” (Porque cuando se miró los pies, estaban tan lejos que ya quedaban prácticamente fuera de su alcance visual.) “¡Ay, mis pobres piecitos! ¿Y ahora quién les va a poner las medias y los zapatos? Seguro que yo no voy a poder. Voy a estar demasiado lejos para ocuparme de ustedes: se las van a tener que arreglar lo mejor que puedan… Aunque…”, pensó Alicia, “me conviene ser amable con ellos, porque si no, a lo mejor, no van a querer caminar para el lado que yo quiera. A ver… ¡Listo! Les voy a regalar un nuevo par de botas en cada Navidad.”
Y siguió haciendo planes para ver cómo iba a manejar la situación. “Se las voy a tener que mandar por correo”, pensó. “Va a ser gracioso mandarle un regalo a mis propios pies. ¡Y qué extraña será la dirección escrita en el paquete!"

SR. PIE DERECHO DE ALICIA,
ALFOMBRA AL LADO DEL FOGÓN,
CERCA DEL FUEGO
(DE ALICIA, CON CARIÑO)

“¡Ay, cuántas pavadas estoy diciendo, che!”
Justo en ese momento se golpeó la cabeza contra el techo del pasillo: ahora medía más de dos metros setenta, así que agarró la llavecita dorada y fue enseguida hacia a la pequeña puerta. ¡Pobre Alicia! Lo más que podía hacer, acomodada de costado, era mirar hacia el jardín con un solo ojo por el hueco de la puerta. La idea de poder pasar era ahora más imposible que nunca: se sentó y empezó a llorar de nuevo.
“Tendrías que avergonzarte de vos misma”, dijo Alicia. “Una nena grande, como vos”, (también podría haber dicho “como yo”), “llorando de esta manera. ¡Te digo que la termines, ya!” Pero siguió derramando litros de lágrimas, hasta formar un gran charco alrededor de ella, de casi diez centímetros de profundidad, que ocupaba prácticamente la mitad del pasillo.
Al rato, sintió el sonido de unos pasos a la distancia. Se secó rápidamente las lágrimas, para ver quién se acercaba. Era el Conejo Blanco, que volvía, impecablemente vestido, con un par de guantes blancos en una mano y un gran abanico en la otra: trotaba, muy apurado, murmurando mientras avanzaba: “¡Ay! ¡La duquesa, la duquesa! ¡Ay! ¡Se va a poner como loca si la hago esperar!” Alicia se sentía tan desesperada que estaba dispuesta a pedirle ayuda a cualquiera. Así que, cuando el Conejo pasó cerca de ella, comenzó a decirle, con una vocecita muy tímida, “Por favor, señor, si usted pud…” El Conejo siguió de largo y, dejando caer el abanico y los guantes blancos, desapareció en la oscuridad tan rápido como pudo.
Alicia levantó los guantes y el abanico. Como en el pasillo hacía mucho calor, empezó a abanicarse mientras decía “¡La pucha! ¡Qué raro es todo hoy! Ayer las cosas estaban normales, como siempre. ¿Me pregunto si a lo mejor habré cambiado durante la noche? A ver, dejame pensar: ¿hoy a la mañana, cuando me levanté, era la misma? Mmm... casi te diría que recuerdo haberme sentido un poquito cambiada. Pero si no soy la misma, la siguiente pregunta es, ¿entonces quién soy? ¡Ajá! ¡Ese es el gran enigma! Y empezó a pensar en todos los chicos de su edad que conocía, para ver si se había transformado en alguno de ellos.
“Estoy segura de que no soy Ada”, dijo, “porque su pelo tiene bucles muy largos, pero el mío no es para nada enrulado. Y estoy segura de que no puedo ser Mabel, porque sé cualquier cantidad de cosas, mientras que ella, ¡uf!, ¡ella sabe apenas tan poquititas! Además, ella es ella, y yo soy yo, y... ¡Ay, qué enredado es todo esto! Mejor voy a chequear si todavía sé todas las cosas que sabía. A ver: cuatro por cinco, doce; cuatro por seis, trece; cuatro por siete... ¡Pero, che! ¡A este ritmo nunca voy a llegar a veinte! No importa, igual las tablas de multiplicar no tienen ningún sentido. Probemos con geografía. Londres es la capital de París, y París es la capital de Roma, y Roma... ¡Pero no, lo que dije está todo mal, estoy segura. ¡Me debo haber transformado en Mabel! Voy a tratar de recitar de memoria aquel poema”. Se sentó, con una mano apoyada sobre la otra, como si estuviera diciendo una lección, y empezó a recitarlo, pero su voz sonaba extraña, más ronca, y las palabras estaban como cambiadas:

¡Mirá cómo el diminuto cocodrilo
aprovecha su cola, brillante e inmensa,
para ir derramando las aguas del Nilo
sobre sus escamas doradas y densas.

¡Qué alegre resulta su sonrisa a veces!
¡Con cuánto cuidado acomoda sus garras!
Recibe, sonriente, mil pequeños peces,
y con sus amables dientes los desgarra.
 
“¡Estoy segura de que esas no son las palabras correctas!”, dijo la pobre Alicia, y sus ojos se llenaron otra vez de lágrimas mientras seguía hablando. “¡A lo mejor soy Mabel nomás! Y ahora voy a tener que vivir toda apretujada en su casa, que es tan chiquita. Prácticamente sin ningún juguete para jugar y… ¡Ay! ¡Voy a tener que aprender tantas cosas para la escuela! De ninguna manera. La decisión está tomada: ¡si soy Mabel, me quedo acá! No les va a servir de nada asomar las cabezas por el pozo y decirme ‘¡Salí de nuevo!’ Lo único que voy a hacer es mirar para arriba y preguntar ‘A ver, ¿quién soy yo? Primero respóndame eso. Después, si me gusta ser esa persona, salgo. Y, si no, me quedo acá abajo hasta ser alguien distinto.’… Aunque… ¡Ay!”, gritó Alicia, empezando a llorar otra vez, “¡En el fondo, me gustaría que asomaran las cabezas por el pozo y miraran para abajo! ¡Estoy tan cansada de estar acá solita!”
Al decir eso, se miró las manos, sorprendida al ver que, mientras hablaba, se había puesto uno de los guantecitos de cuero blanco del Conejo. “¿Cómo pude haber hecho esto?”, se preguntó. “Me debo estar achicando de nuevo.” Se puso de pie y se acercó a la mesa para tener una referencia acerca de su tamaño. Según sus cálculos, ahora medía unos sesenta centímetros. Y seguía volviéndose rápidamente cada vez más pequeña. Apenas se dio cuenta de que la razón por la que se estaba achicando era el abanico que tenía en la mano, lo soltó apurada, justo a tiempo para evitar desaparecer.
“¡Me salvé por poco!”, dijo Alicia, bastante asustada por el repentino cambio, pero muy contenta al verificar que seguía existiendo. “Y ahora, ¡al jardín!”, gritó mientras se dirigía a toda velocidad hacia la puertita. Pero, ¡chan!, otra vez estaba cerrada. Y la llavecita dorada de nuevo sobre la mesa de vidrio, igual que antes. “Las cosas están peor que nunca”, pensó la pobre nena, “porque nunca jamás había sido así de chiquitita, nunca! Listo: está todo mal. Demasiado mal.”
Al decir eso, se patinó con uno de sus pies y, de inmediato, ¡splash!: el agua salada le llegaba a la pera. Lo primero que se le ocurrió fue que de alguna manera se había caído en el mar. “Y, en ese caso, voy a poder volver a casa en tren”, se dijo a sí misma. (Alicia había ido a la playa solamente una vez en su vida, pero había llegado a la conclusión general de que, en cualquier lugar de la costa inglesa al que uno fuera, encontraría victorianas casitas de baño con ruedas, chicos escarbando la arena con palas de madera, una hilera de carpas playeras y, más atrás, una estación ferroviaria). No obstante, enseguida se dio cuenta de que estaba en el charco de lágrimas que había formado, al llorar, cuando medía casi tres metros de alto.
“¡Ojalá no hubiera llorado tanto!”, dijo Alicia, mientras nadaba en círculos, tratando de encontrar la manera de salir. “Supongo que ahora estoy recibiendo mi castigo por eso: ¡voy a morir ahogada en mis propias lágrimas! Va a ser una cosa bastante rara, sin duda. Pero bueno, todo es raro hoy.”
Justo entonces escuchó que algo chapoteaba en el charco, no muy lejos, y nadó más cerca para averiguar qué era. Al principio pensó que sería una morsa o un hipopótamo, pero después se acordó de lo chiquita que era ahora, y enseguida comprendió que era sólo un ratón que se había caído adentro del charco, como ella.
“¿Servirá para algo”, pensó Alicia, “conversar con este ratón?” Todo está tan fuera de lugar acá abajo, que probablemente pueda hablar. En fin, con probar no pierdo nada”. Entonces empezó a decirle “Oh, Ratón, ¿usted sabe cómo salir de este charco? Estoy bastante cansada de andar nadando de acá para allá, oh, Ratón.” (Alicia pensó que esa debía ser la manera apropiada de hablar con un ratón: nunca antes había hecho algo así en su vida, pero se acordaba de haber visto, en la Gramática Latina de su hermano: el ratón (nominativo) – del ratón (genitivo) – al ratón (acusativo) – para el ratón (dativo) – oh, ratón (vocativo). El Ratón la miró con curiosidad, pero no dijo nada, aunque a ella le pareció que le había guiñado uno de sus ojitos.
“A lo mejor no entiende español”, pensó Alicia. “A lo mejor es un ratón francés que de los que llegaron con Guillermo el Conquistador”. (Porque a pesar de todos sus conocimientos de Historia, Alicia no tenía demasiado claro cuándo habían pasado algunas cosas.) Entonces empezó de nuevo: “Ou est ma chatte?”, que era la primera frase de su manual de francés. El Ratón saltó repentinamente afuera del agua y empezó a temblar, completamente aterrado. “Oh, por favor, discúlpeme”, se disculpó rápidamente Alicia, con miedo de haber herido los sentimientos del pobre animal. “Me había olvidado que a usted no le gustan los gatos.”
“¡No me gustan los gatos!”, chilló el Ratón exaltado. “¿A vos, en mi lugar, te gustarían los gatos?”
“Bueno, a lo mejor no”, dijo Alicia tratando de calmarlo. “No se enoje por eso. Aunque igual me gustaría presentarle a nuestra gata Dina. Creo que si la conociera empezarían a gustarle los gatos. Es una cosita tan adorable y serena”, siguió diciendo Alicia, un poco para sí misma, mientras nadaba perezosamente en el charco. “Se sienta ronroneando de una manera tan linda frente al fuego, lamiéndose las patitas y lavándose la cara. Es tan suavecita, es hermoso agarrarla a upa… Y es tan habilidosa para cazar ratones… ¡Oh, por favor, discúlpeme”, gritó nuevamente Alicia, porque esta vez el Ratón tenía todos los pelos parados y debía sentirse verdaderamente ofendido. “Si usted prefiere, mejor no conversamos más acerca Dina.”
“¡Mas bien!”, chilló el Ratón. Le temblaba hasta la punta de la cola. “¡Como si yo fuera a conversar sobre semejante tema! Nuestra familia siempre ha odiado a los gatos: seres asquerosos, despreciables y vulgares! ¡No quiero escuchar de nuevo esa palabra!”
“No voy a decirla otra vez”, contestó Alicia, apurándose a cambiar de tema. “¿A usted… a usted le gustan… los… perros?” El Ratón no respondió. Alicia siguió hablando, ansiosa: “Cerca de nuestra casa hay un perrito tan bonito… Me encantaría mostrárselo. Es un terrier chiquito, con ojos brillantes, ¿sabe?, de largo pelaje marrón enrulado. Cuando uno le tira cosas, él las trae. Se sienta para pedir su alimento y sabe hacer muchísimos trucos más… no me acuerdo ni de la mitad… Su dueño es un granjero. Dice que ese animal es tan inteligente que no tiene precio. Mata todas las ratas y… ¡Uy!”, gritó Alicia, arrepentida. “Me parece que lo ofendí de nuevo”. Porque el Ratón nadaba alejándose tan rápido como podía y armando un tremendo remolino en el agua.
Lo llamó con suavidad, “¡Ratoncito, volvé! ¡Te prometo que no vamos a hablar más sobre gatos, ni sobre perros si no te gustan!” Cuando el Ratón la escuchó, se dio vuelta y nadó lentamente de nuevo hasta ella. Tenía la carita bastante pálida (por la impresión, pensó Alicia) y le dijo con voz temblorosa y bajita: “Vamos a la orilla y te cuento mi historia, así vas a entender por qué odio a los gatos y a los perros.”
Ya era hora de salir, porque el charco se iba llenando cada vez más de pájaros y animales: había un Pato, un Dodo, un Loro, un Chimango y muchas otras curiosas criaturas. Alicia tomó la delantera y todo el grupo nadó detrás de ella hasta el borde.

Hacia abajo, por la cueva del conejo


Alicia en el País de las Maravillas
Capítulo 1


Alicia ya empezaba a sentirse bastante cansada de estar ahí con su hermana, sentada en el banco, sin nada que hacer: había pispiado una o dos veces las páginas del libro que ella estaba leyendo, pero no tenían dibujos ni diálogos. “¿Para qué puede servir un libro sin dibujos ni diálogos?”, pensó Alicia.
Evaluaba mentalmente (dentro de lo posible, porque el día era muy caluroso y la hacía sentir bastante adormecida y estúpida) si para darse el gusto de armar una guirnalda de margaritas valdría la pena el esfuerzo de pararse y de ir a cortarlas, cuando de repente un Conejo Blanco con ojos rosados pasó corriendo cerca de ella.
No había nada particularmente extraño en esa situación. A Alicia tampoco le pareció desconcertante escuchar que el Conejo hablaba consigo mismo y decía “¡Ay, no! ¡Ay, no! ¡Voy a llegar tarde!” (un poco después, al pensarlo de nuevo, se dio cuenta de que tendría que haberse sorprendido, aunque en aquel momento le había parecido bastante normal). Pero ya cuando el Conejo sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo miró y apuró el paso, Alicia empezó a ponerse de pie, porque se avivó de que nunca antes había visto un conejo con un bolsillo en el chaleco, ni con un reloj adentro del bolsillo. Muerta de curiosidad, atravesó el campo corriendo detrás del animal, con tanta suerte, que justo alcanzó a verlo meterse por un enorme agujero cavado bajo los arbustos.
Alicia se metió adentro inmediatamente después que él, sin pensar, ni una sola vez, en cómo cuernos iba a poder salir de nuevo.
La cueva era recta, casi como un túnel, durante el comienzo del trayecto, pero después descendía de manera abrupta, tan abrupta, que Alicia no dispuso siquiera de un segundo para pensar en detenerse, antes de comenzar a sentirse caer por un pozo muy profundo.
Bueno, o el pozo era muy profundo, o ella descendía muy lentamente, porque tuvo muchísimo tiempo, mientras iba bajando, para preguntarse qué iba a pasar después. Primero, trató de mirar para abajo y de darse cuenta hacia dónde iba, pero estaba demasiado oscuro como para ver nada. Después, miró hacia los costados del pozo y notó que estaban repletos de aparadores y de bibliotecas; vio mapas y cuadros colgados en clavos por todos lados. Mientras caía, agarró un frasco de uno de los estantes. La etiqueta decía “Mermelada de naranja”, pero se desilusionó al ver que estaba vacío. No quiso tirarlo, por miedo de matar a alguien, entonces, mientras seguía cayendo, se las ingenió para poner el frasco en otro de los aparadores.
“Bueno”, pensó Alicia, “después de una caída como esta, tropezarme en la escalera me va a parecer una pavada. ¡Qué valiente van a pensar que soy en casa! Incluso si me cayera del techo, también diría que no es nada.” (Cosa que era muy cierta.)
Abajo, abajo, abajo. ¡La caída no iba a terminar nunca! “¿Me pregunto cuántos kilómetros habré bajado ya?”, dijo en voz alta. “Tengo que haber llegado cerca del centro de la Tierra. A ver… Eso serían unos seis mil cuatrocientos kilómetros, creo…” (Alicia había aprendido muchas cosas de este tipo en la escuela, saben, y aunque ese no era el mejor momento para demostrar su conocimiento, porque no había nadie que pudiera escucharla, decirlo en voz alta seguía siendo una buena oportunidad para repasarlo.) “… Sí, esa debe ser la distancia correcta… Pero, entonces, ¿hasta qué latitud o longitud habré llegado?” (Alicia no tenía la menor idea de qué era una “latitud” o una “longitud”, pero le parecían palabras enormes y hermosas para pronunciar.)
Enseguida empezó otra vez. “Me pregunto si caeré atravesando toda la Tierra. ¡Qué cómico sería salir en medio de las personas que caminan con las cabezas para abajo! Creo que son los Antipáticos…” (Ahora estaba bastante contenta de que nadie la estuviera escuchando, porque esa última palabra no le había sonado del todo correcta) “Pero tendría que preguntarles cómo se llama ese país, claro. ¿Disculpe, señora, esto es Nueva Zelanda o Australia?” (Y trataba de hacer una reverencia mientras hablaba. Imagínense, tratar de hacer una reverencia durante una caída libre por el aire. ¿Ustedes podrían?) “¡Pero si le pregunto eso ella va a pensar que soy una nena muy ignorante! No, no voy a preguntarlo: a lo mejor puedo ver escrito el nombre del país por algún lado.”
Abajo, abajo, abajo. No había nada más para hacer, así que Alicia empezó a hablar de nuevo. “¡Me parece que Dina me va a extrañar mucho esta noche!" (Dina era la gata.) “Espero que se acuerden de darle su platito con leche a la hora del té. ¡Dina, mi amor, ojalá estuvieras acá abajo conmigo! Me temo que no hay ratones en el aire, pero podrías atrapar un murciélago, se parecen bastante a los ratones, sabés. ¿Me pregunto si los gatos comerán murciélagos?” Y entonces Alicia empezó a sentir una especie de somnolencia y siguió hablando consigo misma, pero como en un sueño. “¿Los gatos comen murciélagos? ¿Los gatos comen murciélagos?” Y, a veces, “¿Los murciélagos comen gatos?” Porque, bueno, como no sabía la respuesta para ninguna de las dos preguntas, el orden de las palabras no importaba mucho. Sintió que se dormía. Y justo había empezado a soñar que estaba caminando de la mano con Dina, diciéndole, muy seriamente, “A ver, Dina, contáme la verdad, ¿alguna vez comiste un murciélago?”, cuando de repente, ¡pumba!, chocó contra un montón de ramitas y hojas secas. Entonces la caída se terminó.
Alicia no se lastimó ni un poquito. Se paró enseguida. Miró para arriba, pero, más allá de su cabeza, estaba todo muy oscuro. Delante de ella había otro largo túnel y pudo ver cómo el Conejo Blanco corría atravesándolo. No había un segundo que perder: Alicia salió disparada, rápida como el viento, justo a tiempo para escucharlo decir, al tomar una curva: “Ay, que las orejas y los bigotes me protejan, pero qué tarde que se está haciendo!” Ella estaba apenas detrás de él, pero, una vez que dobló, el Conejo no se veía por ningún lado. Alicia se encontró dentro de un pasillo largo y estrecho, iluminado por una hilera de lámparas que colgaban del techo.
Había puertas a lo largo de ambos lados del pasillo, pero todas estaban cerradas. Una vez que Alicia recorrió las dos paredes laterales, yendo, viniendo e intentando abrir, en vano, cada una de las puertas, caminó entristecida hacia el centro, preguntándose cómo iba a lograr salir de nuevo.
Entonces se chocó contra una mesita de vidrio, con tres patas. No tenía nada arriba, excepto una llave dorada y chiquitita. Lo primero que pensó Alicia fue que tenía que pertenecer a alguna de las puertas del pasillo. Pero las cerraduras eran muy grandes, o la llave era muy chiquita, porque no hubo manera de abrir ninguna. Hasta que Alicia vio una cortinita que no había visto antes. Atrás de la pequeña cortina había una puerta que medía unos treinta y ocho centímetros de alto: metió la llavecita dorada en la cerradura y, llena de alegría, vio que entraba.
Alicia abrió la puerta y descubrió que conducía a un pequeño pasadizo, no mucho más amplio que la cueva de un ratoncito. Se arrodilló, miró a través del agujero, y pudo ver el jardín más hermoso del mundo. Quería salir del pasillo oscuro y pasear entre esas flores de colores y esas fuentes refrescantes, pero por la puertita no le pasaba ni la cabeza. “Y aunque mi cabeza pasara”, pensó la pobre Alicia, “no me serviría mucho sin los hombros. Ufa, ojalá pudiera cerrarme, como un telescopio. Es más, si supiera cómo empezar, estoy segura de que podría hacerlo.” Porque, bueno, verán ustedes, últimamente habían sucedido tantos hechos impensables, que Alicia ya había empezado a creer que había muy pocas cosas verdaderamente imposibles.
No parecía tener mucho sentido esperar al lado de la puertita, así que fue de nuevo cerca de la mesa, con la esperanza de encontrar alguna otra llave arriba, o al menos un libro con instrucciones para cerrarse como un telescopio aunque uno sea un ser humano. Pero esta vez, encontró una botellita sobre la mesa (“Que definitivamente no estaba acá antes” dijo Alicia). Alrededor del pico tenía atada una etiqueta de papel, con la palabra “TOMÁME”, hermosamente impresa en letras mayúsculas.
Todo bien con eso de “Tomáme”, pero Alicia era astuta y no iba a hacerle caso a las apuradas. “No, primero voy a mirar”, dijo, “para fijarme si dice ‘veneno’ por algún lado”. Porque había leído varios lindos cuentitos, acerca de chicos quemados, comidos por animales salvajes, o a los que les habían sucedido otras terribles cosas por el estilo, sólo por no haber seguido las sencillas indicaciones de sus amigos: por ejemplo, que un atizador enrojecido por el fuego puede quemarte si lo sostenés en la mano mucho rato, o que si te cortás el dedo con un cuchillo por lo general te sale sangre. Y ella recordaba perfectamente que, si ingerís el contenido de una botella que dice “veneno”, tarde o temprano empezás a sentirte mal.
Pero bueno, esta botella no decía “veneno”, así que Alicia se animó a probar lo que había adentro. Y como le gustó mucho (su sabor era una mezcla de tarta de cerezas, crema, ananá, pollo a la parrilla, chocolate y tostadas tibiecitas untadas con manteca) enseguida se lo terminó de tomar todo.
“¡Qué sensación más rara!”, dijo Alicia, “Debo estar cerrándome como un telescopio.”
Tal cual: ahora medía sólo veinticinco centímetros. Y se le iluminó la cara cuando se dio cuenta de que tenía el tamaño apropiado para entrar a ese hermoso jardín pasando por la puertita. Igual, primero esperó algunos minutos, por si se achicaba más: la idea la ponía un poco nerviosa. “Porque, viste, esto podría terminar”, se dijo Alicia, “conmigo consumiéndome como si fuera una vela. Me pregunto qué parecería entonces.” Y trató de imaginarse la llama de una vela después de soplada, porque no recordaba haber visto nunca una cosa así.
Después de un rato, al ver que no pasaba nada más, decidió irse de una buena vez para el jardín. ¡Pero, pucha, pobre Alicia! Al llegar a la puerta, se dio cuenta de que se había olvidado la llavecita dorada. Y cuando quiso ir a la mesa a buscarla, se avivó de que no había manera de alcanzarla: podía verla, claramente, a través del vidrio. Hizo su mejor esfuerzo para trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbalosa. Agotada de tanto intentarlo, la pobre se sentó en el piso y se puso a llorar.
“¡Bueno, basta! ¡No sirve de nada llorar así!”, se dijo Alicia de manera bastante cortante. “¡Te recomiendo que la termines ya mismo!” Normalmente se daba buenas recomendaciones (Aunque pocas veces las tenía en cuenta). En algunos casos, se retaba con tanta severidad, que se hacía llorar. Recordaba aquella vez que intentó tirarse de las orejas porque se había hecho trampa en un juego de croquet compitiendo contra sí misma. Porque a esta nenita rara le encantaba imaginarse como dos personas a la vez. “Pero ahora no tendría sentido”, pensó la pobre Alicia, “hacer de cuenta que soy dos. Lo que queda de mí es tan poco que a gatas me alcanza para ser más o menos una.”
Enseguida vio una cajita de vidrio que estaba debajo de la mesa. La abrió y encontró adentro una torta muy chiquitita, con la palabra “COMÉME” formada con frutos del bosque, a modo de preciosa decoración. “Bueno, me la voy a comer”, dijo Alicia, “si hace que crezca, voy a poder alcanzar la llave, y si hace que me achique todavía más, voy a poder pasar por debajo de la puerta. De un modo o del otro, voy a poder ir para el jardín, así que no me importa lo que pase.”
Probó un poquito y se preguntó, ansiosa: “¿Para arriba o para abajo? ¿Para arriba o para abajo?”, con la mano puesta sobre su cabeza, para ver si estaba creciendo o no. Se sorprendió un poco al notar que seguía teniendo el mismo tamaño. Está bien, eso es lo que por lo general pasa cuando uno come un pedazo de torta, pero como Alicia ya se había acostumbrado a esperar que sucedieran cosas raras, le parecía un poco tonto y aburrido que la vida volviera a su curso normal.
Así que siguió con lo suyo y enseguida terminó de comerse toda la torta.


Natal (Fernando Pessoa)

Navidad

Nace un Dios. Otros mueren.
La verdad no viene ni se va: cambia el error.
Ahora tenemos otra eternidad,
la pasada fue siempre mejor.
Ciega, la ciencia labra un suelo estéril.
Loca, la fe vive el sueño de su culto.
Un nuevo Dios es solo una palabra.
No investigues, ni creas: todo está oculto.



 
Natal

Nasce um Deus. Outros morrem. A verdade
Nem veio nem se foi: o Erro mudou.
Temos agora uma outra Eternidade,
E era sempre melhor o que passou.
Cega, a Ciência a inútil gleba lavra.
Louca, a Fé vive o sonho do seu culto.
Um novo Deus é só uma palavra.
Não procures nem creias: tudo é oculto.

Faros y palabras

Es un faro, me dijo.
 
Traté de explicarle que no podía ser un faro, que carecía de sentido la idea de construir un faro en medio del desierto, a kilómetros y kilómetros de distancia del mar.

Es un faro, repitió.

Argumenté que no había ni siquiera una laguna o un arroyo en las inmediaciones, pero era inútil, no había manera de hacerlo entrar en razones.

Es un faro, insistía.

De acuerdo, concedí. Será un faro, como vos decís. ¿Pero qué diferencia hay en que lo enciendas o te olvides de encenderlo cada noche? Ningún barco surcará nunca las arenas ardientes de este desierto.

No importa, me dijo, soy generativista.
 

dijo W. BENJAMIN sobre las traducciones

"Así como el tono y la significación de las grandes obras literarias se modifican por completo con el paso de los siglos, también evoluciona la lengua materna del traductor. Es más: mientras la palabra del escritor sobrevive en el idioma de éste, la mejor traducción está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer como consecuencia de esta evolución."

de Walter Benjamin, "La tarea del traductor", en Angelus Novus, trad. de H. A. Murena, Barcelona, Edhasa, 1971, pp. 127-143.


dijo BORGES sobre las traducciones

¿A qué pasar de un idioma a otro? Es sabido que el Martín Fierro empieza con estas rituales palabras: "Aquí me pongo a cantar - al compás de la vigüela." Traduzcamos con prolija literalidad: "En el mismo lugar donde me encuentro, estoy empezando a cantar con guitarra", y con altisonante perífrasis: "Aquí, en la fraternidad de mi guitarra, empiezo a cantar", y armemos luego una documentada polémica para averiguar cuál de las dos versiones es peor. La primera, ¡tan ridícula y cachacienta!, es casi literal.

Jorge Luis Borges, La Prensa, Buenos Aires, 1 de agosto de 1926.