Yo había visto muchos muertos, pero era la primera vez que uno me dirigía la palabra. La miré sobre el borde azucarado de mi copa vacía, como esperando. No sé bien lo que esperaba. Con los muertos anteriores nunca había tenido necesidad de decir nada. Tampoco sabía si ella quería que yo dijera algo. Uno nunca sabe bien cómo proceder con los muertos. Se sentó a la mesa, ocupando la silla opuesta a la mía, y sin dejar de sostenerme la mirada, hizo un leve movimiento de cabeza hacia la calle. Miré. El cantante fumaba en la vereda y conversaba con un grupo de amigos, recostado sobre la ventana del bar. Apoyada sobre uno de los parlantes, a la izquierda del improvisado escenario, descansaba su guitarra.
“¿Ese hombre?”, pregunté sin entender y con la oscura sensación de que el tipo de la mesa de al lado nos observaba. (No me pareció raro. Ella era el cadáver más hermoso del mundo. En su lugar, yo también la hubiera mirado). Afuera, el cuerpo de la voz que había escuchado cantar durante la última media hora se quebraba en una carcajada. Decidí que no parecía un asesino.
Durante los quince minutos del intervalo la escuché contarme su historia. De repente comencé a sentirme más alto, pero en seguida comprendí que no era yo el que crecía, sino ella la que se hundía. A medida que hablaba, el piso parecía ceder bajo su silla, sumergiéndola de un modo inexplicable. Cuando el tipo volvió a agarrar la guitarra, ella se puso de pie y se recostó sobre una de las paredes laterales del bar, tenía la cabeza casi a ras del suelo, pero nadie excepto yo parecía notarlo. Decidí irme, convencido de que al día siguiente la resaca me desentendería del asunto.
“Esa mujer acaba de matarme”, le susurré al mozo mientras dejaba el billete al lado de la copa. Él me miró con el asombro de quien ha visto muchos borrachos, pero nunca antes uno muerto. Hice un leve movimiento de cabeza hacia la izquierda. La nuca de la muerta descansaba sobre la base del perchero, y sus ojos escuchaban embelesados al cantante.
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