datos de las manos que teclean

Escribir sobre las fotos

Los daguerrotipos
mienten su falsa cercanía
de tiempo detenido en un espejo
y ante nuestro examen se pierden
como flechas inútiles

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Jorge Luis Borges
“Sala vacía”,
en Fervor de Buenos Aires

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Cuando Roland Barthes plantea que la muerte ocupa un espacio determinado en toda sociedad, sugiere la posibilidad de entender la fotografía como la expresión de su dimensión literal, escindida del ritual y del símbolo: "Nuestro tiempo asume la muerte con la excusa denegadora de lo locamente vivo". La muerte se inscribe en la foto y viceversa: la cosa que dice la muerte ya no es inmortal. Pero si la foto abarca en silencio toda la muerte, ¿por qué, entonces, esta imperiosa necesidad de escandir con palabras una voz ausente?, ¿escribir sobre las fotos no implica generar a su vez una nueva textura de muerte? Aún haciendo abstracción de la existencia real de un referente, toda inserción de la fotografía en un texto implica una nueva instancia de representación, un nuevo recorte, o lo que Valeriano Bozal llamaría la delimitación de una nueva figura.

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En Fotos, Rodolfo Walsh construye lo que podemos entender como dos representaciones alternativas de la muerte:

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....Era la misma laguna en la que habíamos pescado y cazado, donde nos habíamos bañado y él se había perdido en un bote, el mismo mundo acuático de garzas y de nutrias, de juncos y totoras.

....Estaba atardeciendo, la emulsión había fijado para siempre aquellos reflejos inasibles, el claroscuro del crepúsculo, el agua y el viento, una olita subía y se quedaba petrificada sin regreso, un pato silbón no iba a llegar nunca a su nido en los pajonales, estaba fijo como un punto cardinal, letra de un alfabeto desconocido, los juncos negros en el contraluz se inclinaban como un coro, las
nubes estiradas contra el horizonte parecían otra laguna más vasta, acaso un mar (...)

....¿Qué me inquietaba? El lugar yo lo conocía bien. Había sido tomado desde la loma que llamaban el Cerro, en el cuadro de la Noria. En aquella entradita que hacía el agua a la izquierda solíamos ir a linternear con los peones. En aquel islote lejano apareció una vez un paisano muerto.
....No sé por qué, ese sitio familiar me resultaba, de golpe, desconocido, un paisaje del que no se vuelve, porque ya es demasiado tarde y se está muy lejos. La oscuridad crece alrededor por segundos y el agua se vuelve cada vez más honda. Un lugar último, un espejismo del corazón, y en todas partes estaba escrita la muerte.

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.......A la orilla de la laguna los hijos y la mujer de Roque rodean algo caído, que es Mauricio con un agujero en la cabeza y un revólver en la mano (...)

....Es la misma laguna en la que habíamos pescado y cazado donde nos habíamos bañado y vos te perdiste en un bote, el mismo lugar donde íbamos a linternear con los peones y vos encontraste un gliptodonte. Sólo que ahora viene amaneciendo y todo está liso y manso, el agua quieta y las estrías del sol entre las nubes.

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En ambas descripciones hallamos elementos que convergen, y la escritura de uno y otro fragmento llega en un punto a la superposición: ¿La misma?

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El personaje mira la fotografía de una laguna y afirma que era la misma, luego, ya frente a la laguna, la mira y nos dice que es la misma. La primera percepción lo remite a una suerte de studium individual, en el que un punctum aún más íntimo se resiste a la aprehensión. Al observar la foto, el referente ha sido en el pasado, pero frente al paisaje concreto, el referente es de alguna manera aquella foto anterior, que se actualiza en una nueva foto en la que también está escrita la muerte. Foto y muerte se yuxtaponen en la imagen final:

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Lo que no sé, Mauricio, es por qué te estás riendo y qué hacés con el revólver; por qué le has puesto un hilo atado del gatillo que viene hasta el disparador de la cámara donde trato de meterme para ver qué estás haciendo y qué es eso que te borra un costado de la sien.

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Barthes nos dice que todos esos jóvenes fotógrafos que se agitan por el mundo consagrándose a la captura de la actualidad no saben que son agentes de la Muerte. Mauricio, el personaje del relato de Rodolfo Walsh, parece saberlo:

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Anda al acecho tras los bancos de la plaza, en el ojo de las cerraduras, en la penumbra de los boliches, se prolonga en las paralelas de los trenes las verticales del junco, se agazapa como un jaguar, equilibrista en los faroles, murciélago en el campanario, buscando el momento en que la noche se convierte en día, el adoquín en luciérnaga, el deseo en odio interminable, como si quisiera parar el mundo y numerarlo, restañar la gran herida del tiempo por donde sangran los hombres, frenar la corrupción que gotea de cada mirada...

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A Mauricio la muerte de la cámara no le alcanza, tiene que quemar las naves y anular el nóstos en que arraiga etimológicamente la nostalgia: allí se perdieron siete años de la historia gráfica del pueblo al que Mauricio mató simbólicamente. Pienso en otro agente literario de la muerte, el cazador de crepúsculos que nos habla en primera persona desde un texto de Julio Cortázar:

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...me consuelo imaginando el crepúsculo ya cazado, durmiendo en su larguísima espiral enlatada. Mi plan: no solamente la caza, sino la restitución del crepúsculo a mis semejantes que poco saben de ellos, quiero decir la gente de la ciudad que ve ponerse el sol, si lo ve, detrás del edificio de correos, de los departamentos de enfrente o en un subhorizonte de antenas de televisión y faroles de alumbrado...

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Mencionar este ejemplo implica deslizarnos hacia la imagen en movimiento, un límite que necesariamente se roza al tratar el tema de la fotografía. Pero tomemos otro fragmento de un texto literario en el que la escritura sobre la foto recupera el tema la pose, Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez:

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José Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a si mismo y a toda su familia plasmados en una edad eterna sobre una lámina de metal tornasol, se quedó mudo de estupor. De esa época databa el oxidado daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo erizado y ceniciento, el acartonado cuello de la camisa prendido con un botón de cobre y una expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía muerta de risa como “un general asustado”. En verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado la diáfana mañana de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba que la gente se iba gastando poco a poco a medida que su imagen pasaba a las placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre, fue Úrsula quien le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien olvidó sus antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa, aunque nunca permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según sus propias palabras textuales) no quería quedar para burla de sus nietos. Aquella mañana vistió a los niños con sus ropas mejores, les empolvó la cara y les dio una cucharada de jarabe de tuétano a cada uno para que pudieran permanecer absolutamente inmóviles durante casi dos minutos frente a la aparatosa cámara de Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que existió jamás, Aureliano apareció vestido de terciopelo negro, entre Amaranta y Rebeca. Tenía la misma languidez y la misma mirada clarividente que había de tener años más tarde frente al pelotón de fusilamiento.

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Cuando el hombre escribe sobre la foto, la muerte se impregna en la imagen, pero en una dimensión diferente a la señalada por Barthes cuando nos dice que el paradigma vida/muerte se reduce a un simple clic del disparador, que separa la pose inicial del papel final. Borges nos habla de "flechas inútiles", puncta que nos penetran desde una apócrifa cercanía que es toda distancia. Frente a la escritura sobre la foto, la superposición de códigos genera una nueva textura: el lector no ve la foto, lee la representación de la foto en el texto. Ese nuevo recorte abarca la necesidad de escribir la muerte sobre la foto, adherir un significado que si no se explicita parece de alguna manera ausente: la representación de la foto en el texto es la representación de la muerte más allá de la foto. Allí reside la necesidad de cubrir el silencio que el nuevo recorte (la delimitación de esa otra figura) no puede asimilar.

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Escribir sobre la foto es verbalizar la muerte, hacerla evidente a través de un código que se yuxtapone, que escribe "sobre" y "en" a la vez. De alguna manera Rodolfo Walsh lleva esta necesidad hasta el límite al presentar en su texto un rudimentario doble dispositivo disparador en el que foto y muerte se configuran como una simultaneidad.

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Gabriela Marrón

En el año 2002, cuando escribí este texto, no sabía que

alguna vez la foto de arriba lo iba a llenar de sentido

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dijo W. BENJAMIN sobre las traducciones

"Así como el tono y la significación de las grandes obras literarias se modifican por completo con el paso de los siglos, también evoluciona la lengua materna del traductor. Es más: mientras la palabra del escritor sobrevive en el idioma de éste, la mejor traducción está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer como consecuencia de esta evolución."

de Walter Benjamin, "La tarea del traductor", en Angelus Novus, trad. de H. A. Murena, Barcelona, Edhasa, 1971, pp. 127-143.


dijo BORGES sobre las traducciones

¿A qué pasar de un idioma a otro? Es sabido que el Martín Fierro empieza con estas rituales palabras: "Aquí me pongo a cantar - al compás de la vigüela." Traduzcamos con prolija literalidad: "En el mismo lugar donde me encuentro, estoy empezando a cantar con guitarra", y con altisonante perífrasis: "Aquí, en la fraternidad de mi guitarra, empiezo a cantar", y armemos luego una documentada polémica para averiguar cuál de las dos versiones es peor. La primera, ¡tan ridícula y cachacienta!, es casi literal.

Jorge Luis Borges, La Prensa, Buenos Aires, 1 de agosto de 1926.