Esta es la historia de un miedo
que no tenía chico.
Todos los miedos tienen algún chico.
Pero este no tenía ninguno, ni propio, ni compartido con otros miedos. Por eso
andaba solito y bastante tristón, aburrido de caminar por la plaza.
No era un miedo mucho, era más
bien un miedo poco, un miedo poquito, un miedo apenitas. Si hubiera sido un
miedo al lobo, o un miedo a que duela, a lo mejor habría conseguido chico sin
tantos problemas. Pero, para colmo, era nada más que un miedo a la oscuridad, uno de esos miedos que durante el
día, o con la luz prendida, se vuelven bastante pavotes.
–Si yo fuera un miedo al agua, al
menos podría tener ese perro –se lamentó el miedo apenitas.
–Ni lo sueñes –le dijo el miedo a los retos, que venía
colgado de la oreja de la mascota de Gustavo–. Yo lo vi primero.
Era un miedo grandote y bastante
mandón, con cara de pocos amigos y ningunas ganas de compartir perro, así que
el miedo apenitas se hizo el distraído y miró para otro lado. Justo para el
lado donde se le había ido la pelota a Gustavo.
Gustavo tenía cinco años. Sus
caramelos favoritos eran los de banana. Tenía las rodillas un poco sucias de
tanto jugar en la plaza. En el bolsillo del pantalón llevaba una araña de
plástico para asustar a su tía. Se le habían desatado los cordones de las
zapatillas y tenía el flequillo un poco despeinado, pero no se le veía un miedo
por ningún lado.
–Esta es la mía –se dijo el miedo
apenitas. Y, sin pensarlo dos veces, saltó y se le sentó en la nuca, justo
sobre la base del cuello, donde era más fácil acomodarse sin que Gustavo se
diera cuenta. No podía creerlo, ¡al fin tenía chico! Al miedo se le llenó la
sonrisa de dientes. Y de tan contento que estaba, se fue quedando lentamente
dormido.
Así que al principio no pasó
nada. No había manera de que Gustavo sintiera el miedo durante el día. Y menos
en la plaza, con el sol enredado en las pestañas y tanta luz desparramada sobre
las hamacas.
Pero esa noche empezaron los
problemas. Cuando abrió la puerta del baño para ir a ducharse, Gustavo sintió
el miedo. El baño estaba oscuro y él no se animaba ni siquiera a dar dos pasos
ahí adentro para prender la luz. El miedo a la oscuridad estaba bien despierto
y sentadito en la nuca de Gustavo. Era extraño, porque antes él nunca había
sentido miedo, ni de la oscuridad, ni de nada. Siempre se reía de la tía Ana,
porque tenía miedo a las arañas. Y ahora era él el que no podía moverse del
susto.
–¡¡Mamá!! –gritó Gustavo. –¿Me
prendés la luz del baño?
Por suerte la mamá estaba distraída
mirando televisión, así que refunfuñó un poco, pero fue a prenderle la luz sin
hacer demasiadas preguntas. Aunque igual lo miró un poco raro y, antes de salir
del baño, le dijo: –No te olvides de pasarte bien la esponja por el cuello, que
si no después se te ensucia mucho el escote de las remeras.
Mientras se duchaba, Gustavo
seguía pensando en el miedo nuevo. ¿De dónde podía haber salido? Y, lo más
importante, ¿cómo podía deshacerse de él? En eso estaba, cuando se pasó la
esponja enjabonada por el cuello y, sin querer, se despegó el miedo de la nuca.
Casi no se había dado cuenta, hasta que lo sintió hacer ruido al caer sobre la
tapa del inodoro: ¡plaf!
Entonces miró y ahí estaba el
miedo, todo mojado y escupiendo jabón en medio de un ataque de tos.
–¿Y vos qué sos? –preguntó
Gustavo.
–Soy tu miedo –dijo el miedo.
–¿Cómo que “mi” miedo? –dijo
Gustavo medio desorientado.
–Sí, soy tu miedo a la oscuridad.
¡Estoy tan contento de tener un chico! Esperame que ahí voy y me trepo de nuevo
–le contestó, sacudiéndose los restos de jabón de entre los dedos.
–¡Ni loco te dejo subir otra vez!
Los miedos son cosas muy feas –le aclaró Gustavo, mientras terminaba de
enjuagarse, cerraba la ducha y se envolvía en la toalla para secarse.
–¿No me vas a dejar quedarme con
vos? –preguntó el miedo haciendo puchero.
–No. Yo no quiero ningún miedo.
No me gustan los miedos –dijo el chico.
–¡¡¡¡¡Buuuuaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!!!
–lo interrumpió el miedo, llorando a los gritos y muy angustiado–. ¡¡¡Doiedúdidodiédodedódiededídoooo!!!
–¿Qué? –preguntó Gustavo, que no
entendía nada.
–¡¡¡Doiedúdidodiédodedódiededídoooo!!!
–seguía repitiendo el miedo.
–Si no dejás de llorar, no
entiendo. Por favor calmáte –le pidió Gustavo.
Entonces el miedo respiró, se
limpió los mocos con el dorso de la mano, se refregó un poco los ojos con la
punta de los dedos y repitió, ahora bien clarito: –¡¡¡Soy el único miedo que no
tiene chico!!!
Ese era un problema. Un verdadero
problema. Un tremendo problema. Porque por más simpático que le cayera ese
miedo lloroso y lleno de mocos, Gustavo no quería quedárselo. Claro que tampoco
podía echarlo, pobre miedo. Además, con la luz del baño prendida, más que un miedo
parecía una cosquilla.
Uno nunca sabe si quiere que las
cosquillas terminen o sigan. Y a Gustavo con el miedo le pasaba un poco lo
mismo. Entonces se le ocurrió una idea.
Desde aquella vez, todas las noches,
cuando se mete en la cama, Gustavo agarra el miedo y lo envuelve en un pañuelo.
Para dormirse, aprieta fuerte el pañuelo con la mano. Entonces el miedo ya no
se siente, la oscuridad no lo molesta ni un poquito y los dos pueden descansar
tranquilos.
Al despertarse, cuando su mamá
abre la ventana para que entre luz, Gustavo abre la mano, desenvuelve el miedo
y guarda el pañuelo debajo de la almohada. El miedo se despereza un poco,
saluda y trepa por el brazo de Gustavo hasta llegar a la nuca y acomodarse en
el cuello
De día, el miedo no molesta.
Al contrario.
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