Era de noche. Las calles exteriores estaban desiertas. Tan sólo algún esporádico y lejano bufido suplía, por momentos, el inconmensurable y devastador silencio de la isla. Encerrado en el laberinto, dejaba deslizar sus pies cansados sobre la superficie de tierra húmeda.
Él. Siempre él.
Confinado al sinuoso errar interminable.
Toda conversación derivaba en su existencia. Siempre su nombre, tácitamente evitado y reemplazado por sugerentes silencios.
Acorralado, deliraba.
Cuando el horizonte dejaba entrever una delicada y prácticamente incorpórea línea de luz, el mito regresaba a la guarida. Un sueño diurno y alerta aletargaba su existencia. Esperaba ansioso la siguiente noche. Nunca le gustó la luz. El sol desnudaba su rareza.
Esporádicamente, alguien se internaba en sus dominios. En tales circunstancias, no tenía más remedio que dejarlo morir entre las infinitas bifurcaciones que tan sólo él conocía. Nadie se jactaría de haber visto su horripilante figura. Jamás.
La mitad de su apariencia era normal, pero el resto era diferente. Algunos aseguraban haberlo visto caminar erguido. Otros afirmaban que no era posible. Pero todos estaban de acuerdo: su existencia alteraba la armonía del pueblo.
Llegó el día en que decidieron darle muerte, y un macho joven se adentró en la oscuridad del refugio del monstruo.
La historia del hilo y de la hembra es harto conocida.
También es trillado el final del relato.
El animal mató al hombre.
Luego, enrollando el hilo, llegó hasta ella.
Minutos más tarde, ambos comunicaban al pueblo que el último ser humano había sido exterminado del mundo de los minotauros.
2 comentarios:
Original y...¿aterrador? Para ponerse un rato en el lugar del otro. Simplemente, excelente.
Natalia, ¡mil años sin verte! Gracias por pasar un rato.
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