Ese miércoles, como todos los miércoles, subí la escalinata de la biblioteca sin prestar atención a la cartelera. Ni a nadie, como siempre. Los perros, mis hijos y yo sentados en la puerta, con hambre, con frío. Una moneda. Pan. Una moneda. Por favor. Pisó mil veces el ruedo de mi pollera vieja y sucia, pero nunca nos vio. Avancé por el pasillo que desemboca en la sala de lectura, giré a la izquierda y me encaminé hacia el subsuelo, descendiendo por los desvencijados y ruidosos escalones de madera que conducen a la hemeroteca. A fuerza de rutinaria, mi presencia había llegado a condicionar incluso los hábitos de Silvia, que ya no hacía preguntas y me esperaba con el ejemplar correspondiente a mi consulta preparado sobre el mostrador. Todos a disposición de tu investigación de mierda. Ahí tenés los diarios, no me jodas, no te aguanto. Al soltar el típico “buenas tardes” que siempre parecía deslizarse sin problemas en el acto de retirar el grueso volumen encuadernado del escritorio, no sospeché que lo hacía por última vez. Pero cuando el perfil de doña Erme con el caduco lampazo en la mano se recortó sobre el hueco de la puerta lateral que conduce al depósito, supe que algún engranaje de la rutina se había atascado. Siempre con la nariz fruncida y esa cara de no-me-toque-no-me-enmierde-con-su-mugre. El rastro de sangre parecía perderse en la húmeda y polvorienta oscuridad de esa otra sala vedada a los pedestres usuarios como yo. Miré a Silvia por el rabillo del ojo: seguía concentrada en la clasificación de unas revistas. Un segundo antes de que el alto y oscuro muchacho de guardapolvo azul cerrara la puerta, Gustavo, me llamo Gustavo, el misterio habría podido reducirse al simple gesto de dar un paso, cruzar la línea imaginaria, asomar la cabeza y preguntar si alguien necesitaba ayuda.
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Aunque no lo hice, alguien debió percibir mi breve vacilación.
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Al día siguiente, la sangre fue mía.
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Y tampoco nadie preguntó.
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