datos de las manos que teclean

Contrapunto a las reflexiones Dr. Elfenbeinturm

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Hubiera preferido no ver el rastro de sangre resistiéndose al alado vaivén del lampazo de doña Erme. Como si alguna vez se hubiera dignado a descender del olimpo para saludarme. Y que ese miércoles terminara como todos los miércoles, penetrado por la rutina del “hasta mañana, doctor” que dejaban caer los rugosos labios del vendedor de diarios de la esquina, después de entregarme el atado de Philipp Morris y las DRF de limón. Siempre mirando con sorna o con asco, dejando un reguero de aliento a perro muerto en el estómago, ni sé para qué compraba las pastillas.
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Desde hacía ya más de un año, dedicaba un día de la semana a rastrear información en la sección sociales de viejos ejemplares del diario local, intentando detectar en la grafía huellas que me permitieran desentrañar algunos agujeros negros del proceso de ensordecimiento de las palatales. Dale que dale con que si “yampan”, o “llampan”, o “shampan”, o “champan”, o no sé qué cristo de oligarcas burbujitas subiendo por la garganta, nunca profunda siempre discreta, de señores y señoras (de) bien. Trabajaba de manera sistemática, entre las dos y las seis de la tarde, pero poco y nada había logrado avanzar en el curso de los últimos meses, y era más el tiempo que perdía anoticiándome de otros sucesos triviales que el realmente dedicado a mi estudio.
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Ese miércoles, como todos los miércoles, subí la escalinata de la biblioteca sin prestar atención a la cartelera. Ni a nadie, como siempre. Los perros, mis hijos y yo sentados en la puerta, con hambre, con frío. Una moneda. Pan. Una moneda. Por favor. Pisó mil veces el ruedo de mi pollera vieja y sucia, pero nunca nos vio. Avancé por el pasillo que desemboca en la sala de lectura, giré a la izquierda y me encaminé hacia el subsuelo, descendiendo por los desvencijados y ruidosos escalones de madera que conducen a la hemeroteca. A fuerza de rutinaria, mi presencia había llegado a condicionar incluso los hábitos de Silvia, que ya no hacía preguntas y me esperaba con el ejemplar correspondiente a mi consulta preparado sobre el mostrador. Todos a disposición de tu investigación de mierda. Ahí tenés los diarios, no me jodas, no te aguanto. Al soltar el típico “buenas tardes” que siempre parecía deslizarse sin problemas en el acto de retirar el grueso volumen encuadernado del escritorio, no sospeché que lo hacía por última vez. Pero cuando el perfil de doña Erme con el caduco lampazo en la mano se recortó sobre el hueco de la puerta lateral que conduce al depósito, supe que algún engranaje de la rutina se había atascado. Siempre con la nariz fruncida y esa cara de no-me-toque-no-me-enmierde-con-su-mugre. El rastro de sangre parecía perderse en la húmeda y polvorienta oscuridad de esa otra sala vedada a los pedestres usuarios como yo. Miré a Silvia por el rabillo del ojo: seguía concentrada en la clasificación de unas revistas. Un segundo antes de que el alto y oscuro muchacho de guardapolvo azul cerrara la puerta, Gustavo, me llamo Gustavo, el misterio habría podido reducirse al simple gesto de dar un paso, cruzar la línea imaginaria, asomar la cabeza y preguntar si alguien necesitaba ayuda.
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Aunque no lo hice, alguien debió percibir mi breve vacilación.
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Al día siguiente, la sangre fue mía.
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Y tampoco nadie preguntó.

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dijo W. BENJAMIN sobre las traducciones

"Así como el tono y la significación de las grandes obras literarias se modifican por completo con el paso de los siglos, también evoluciona la lengua materna del traductor. Es más: mientras la palabra del escritor sobrevive en el idioma de éste, la mejor traducción está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer como consecuencia de esta evolución."

de Walter Benjamin, "La tarea del traductor", en Angelus Novus, trad. de H. A. Murena, Barcelona, Edhasa, 1971, pp. 127-143.


dijo BORGES sobre las traducciones

¿A qué pasar de un idioma a otro? Es sabido que el Martín Fierro empieza con estas rituales palabras: "Aquí me pongo a cantar - al compás de la vigüela." Traduzcamos con prolija literalidad: "En el mismo lugar donde me encuentro, estoy empezando a cantar con guitarra", y con altisonante perífrasis: "Aquí, en la fraternidad de mi guitarra, empiezo a cantar", y armemos luego una documentada polémica para averiguar cuál de las dos versiones es peor. La primera, ¡tan ridícula y cachacienta!, es casi literal.

Jorge Luis Borges, La Prensa, Buenos Aires, 1 de agosto de 1926.