datos de las manos que teclean

In gremium reicere caput (de la inmortalidad por las obras)

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“...todos los inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.”
“El inmortal”, J. L. Borges, El Aleph.



Horacio erige un monumentum más duradero que el bronce y más extenso que la base real de las pirámides, y cuando nos asegura que ni las inclemencias del tiempo ni la serie incontable de los años podrán destruirlo, podemos observar cómo la caracterización de la obra se proyecta en la figura del propio poeta: non omnis moriar multaque pars mei vitabit Libitinam. Vemos entonces a Horacio, que espejando de alguna manera aquel libro qui et mare transit et longum noto scriptori prorogat aevum, se transforma en un blanco cisne de enigmático cuello y recorre en su inmortalidad los confines del tiempo y del espacio.

Algo similar nos dice Ovidio en los últimos versos de las Metamorfosis: iamque opus exegi, quod nec Iouis ira nec ignis nec poterit ferrum nec edax abolere vetustas, y luego afirma que la muerte no tendrá derecho sobre otra cosa que su cuerpo: parte tamen meliore mei super alta perennis astra ferar. Estas últimas palabras resultan significativas, Ovidio ya no habla de multa pars mei sino de meliora pars mei. Esa meliora pars es la que de alguna manera garantiza su apoteosis, una apoteosis que se sustenta en la perduración de la obra: ore legar populi, perque omnia saecula fama, siquid habent veri vatum praesagia, vivam.

Tanto Horacio como Ovidio adjudican a sus obras la capacidad de permanecer erguidas e imperturbables a lo largo de los siglos, plus uno maneat perenne saeclo, pedía también Catulo para las nugae de su novum libellum. En una constante que se reitera a lo largo de la historia, los poetas se han escudado en sus textos para enfrentarse a un enemigo capaz de horadar y desgastar incluso al mar. ¿Pero cuál es el eterno decurso de ese combate, qué textura inevitable se desprende de la erosión del tiempo?

Cerremos los ojos, olvidemos la tenebrosa ciudad de los inmortales, y permitámonos imaginar el locus amoenus de esta conjunción de deseos: comienza a anochecer en Roma y hace un poco de frío, desde el cielo oscurecido Ovidio observa que un cisne de cuello blanco detiene su vuelo en un árbol, debajo de esa frondosa copa, en un rincón del jardín, Propercio recuesta lentamente su cabeza en el regazo de Cinthya y crea un nuevo concepto de inmortalidad:

me iuvet in gremio doctae legisse puellae,
auribus et puris scripta probasse mea
haec ubi contigerint, populi confusa valeto
fabula: nam domina iudice tutus ero
quae si forte bonas ad pacem verterit auris,
possum inimicitias tun ego ferre Iovis.


Él anhela que su poesía sea percibida por los agudos oídos de una docta puella, si ella aprueba sus poemas no le importará lo que diga el pueblo, estará salvado por el juicio de su amada y será incluso capaz de soportar la enemistad de Júpiter. Él lee, ella escucha, interpreta, valora el trabajo del artista y lo aprueba. El cuadro es idílico pero de repente un simple razonamiento abre una grieta: ignoramos lo que escuchaba Cinthya. Y casi inmediatamente una nueva reflexión hace que la grieta se ensache y la construcción comience a desmoronarse: en realidad tampoco podemos saber qué era lo que leía Propercio.

Quizás la proyección en el tiempo de esa misma distancia que separa lo que Propercio dice de lo que Cinthya escucha sea la esencia de aquella inmortalidad a la que aspiraban las plumas de Horacio y la apoteosis de Ovidio. Hagamos la prueba, recostemos la cabeza del ars poetica en el regazo de la poesía sin pureza y escuchémoslo hablar a través del efecto de la recodificación de Neruda: Carmen reprehendite quod non multa dies et multa litura coercuit hasta alcanzar esa dulce superficie del instrumento tocado sin descanso, esa suavidad durísima de la madera manejada, del orgulloso hierro.

La iunctura es callida y se desliza surcando el tiempo y el espacio con total irreverencia.

La lengua ya no es la misma, pero la sintaxis que aún nos permite estos juegos semánticos denuncia que los cambios no han sido radicales. Acaso algo similar ha sucedido siempre con los poetas y sus obras, es posible que sea hora de negociar las distancias.

Las siguientes palabras están matizadas por tersas plumas de cisne:

Es muy conveniente, en ciertas horas del día o de la noche, observar profundamente (...) los mangos y asas de los instrumentos del carpintero. De ellos se desprende el contacto del hombre y de la tierra como una lección para el torturado poeta lírico. Las superficies usadas, el gasto que las manos han inflingido a las cosas, la atmósfera a menudo trágica y siempre patética de estos objetos, infunde una especie de atracción no despreciable hacia la realidad del mundo. (...) Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y azucena salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición, y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos (...) tacto, olfato, gusto, vista, oído, el deseo de justicia, el deseo sexual, el ruido del océano, sin excluir deliberadamente nada (...) el producto poesía manchado de palomas digitales, con huellas de dientes y hielo, roído tal vez levemente por el sudor y el uso (...) Quien huye del mal gusto cae en el hielo.

Es cierto, las plumas están un poco chamuscadas y el reluciente decorum parece haber sido revolcado por el barro, pero la sensación al tacto es la misma: el poema pulido de Horacio tiene la misma textura que la madera suavizada por el contacto de la mano del hombre, y quizás –¿por qué no?– la misma lisura de aquellas tabellae, has quondam nostris manibus detriverat usus.


Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y muti-ladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.

“El inmortal”, J. L. Borges, El Aleph.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Oi, sou o Clausewitz. Caso queira conhecer alguma coisa sobre o Brasil passe lá no meu blog. Abração

dijo W. BENJAMIN sobre las traducciones

"Así como el tono y la significación de las grandes obras literarias se modifican por completo con el paso de los siglos, también evoluciona la lengua materna del traductor. Es más: mientras la palabra del escritor sobrevive en el idioma de éste, la mejor traducción está destinada a diluirse una y otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer como consecuencia de esta evolución."

de Walter Benjamin, "La tarea del traductor", en Angelus Novus, trad. de H. A. Murena, Barcelona, Edhasa, 1971, pp. 127-143.


dijo BORGES sobre las traducciones

¿A qué pasar de un idioma a otro? Es sabido que el Martín Fierro empieza con estas rituales palabras: "Aquí me pongo a cantar - al compás de la vigüela." Traduzcamos con prolija literalidad: "En el mismo lugar donde me encuentro, estoy empezando a cantar con guitarra", y con altisonante perífrasis: "Aquí, en la fraternidad de mi guitarra, empiezo a cantar", y armemos luego una documentada polémica para averiguar cuál de las dos versiones es peor. La primera, ¡tan ridícula y cachacienta!, es casi literal.

Jorge Luis Borges, La Prensa, Buenos Aires, 1 de agosto de 1926.