El sonido de un trueno (frag.)
Ray Bradbury
(versión libre en español por Gabriela Marrón)
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1492… 1776… 1812.
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Se limpiaron las manos y la cara. Se cambiaron las camisas y los pantalones embarrados. Eckels se había parado y andaba otra vez alrededor, sin hablar.
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Travis lo miró durante unos diez minutos completos.
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“No me mirés,” gritó Eckels. “No hice nada.”
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“¿Quién sabe?”
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“Sólo me salí del Camino, eso es todo, un poco de barro en mis zapatos. ¿Qué querés que haga...? ¿Qué me arrodille y me ponga a rezar?”
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“A lo mejor lo necesitamos. Te aviso, Eckels, todavía puedo matarte. Tengo el rifle preparado.”
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“Soy inocente. ¡No hice nada!”
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1999… 2000… 2055.
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La máquina se paró.
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“Salgan,” dijo Travis.
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La oficina estaba ahí, tal cual la habían dejado.
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El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio.
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Pero el mismo hombre no estaba sentado exactamente detrás del mismo escritorio.
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Travis miró rápidamente alrededor. “¿Esta todo bien por acá?” preguntó bruscamente.
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“Todo bien. ¡Bienvenidos a casa!”
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Travis no se relajó. Parecía estar chequeando los propios átomos del aire, e incluso el modo en que el sol pasaba a través de una elevada ventana.
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“Bueno, Eckels, salí. Y no vuelvas nunca más.”
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Eckels no podía moverse.
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“Ya me escuchaste,” dijo Travis. “¿Qué es lo que estás mirando?”
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Eckels se puso de pie olfateando el aire, y había algo en el aire, un tinte químico tan sutil, tan tenue, cuya advertencia le llegaba sólo por el grito apenas perceptible de su sentido intuitivo. Los colores, blanco, gris, azul, naranja, en la pared, en los muebles, en el cielo detrás de la ventana, eran... eran... Y tenía una sensación. Su cuerpo se estremeció. Sus manos temblaron. Se quedó absorbiendo esa rareza a través de los poros de su cuerpo. En algún lugar, alguien debía de estar haciendo sonar uno de esos silbatos que solamente los perros pueden oír. Su cuerpo le devolvió un grito silenciado. Detrás de esa oficina, detrás de esa pared, detrás de ese hombre que no era exactamente el mismo hombre sentado detrás del escritorio que no era exactamente el mismo escritorio... había todo un mundo de calles y personas. Qué clase de mundo era ahora, no había forma de saberlo. Casi podía sentirlos moviéndose ahí, detrás de las paredes, como varias piezas de ajedrez barridas por un viento seco...
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Pero lo más inmediato era el cartel pintado en la oficina de la pared, el mismo cartel que había leído más temprano hoy cuando entró por primera vez.
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De algún modo, el cartel había cambiado:
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Sefari por el Tyempo. inc
Sefaris a cualkier anio en el pasado
uste nonvra el animall
nosotro lo llebamo
uste lo mata
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Eckels se sintió caer sobre una silla. Hurgó enloquecidamente entre el espeso barro de sus botas. Levantó un terrón de barro, temblando.
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“No, no puede ser. No por una cosita así. ¡No!”
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Hundida en el barro, brillaba verde, dorada y negra una mariposa muy hermosa, y muy muerta.
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“¡No por una cosita así! ¡No por una mariposa!” gritó Eckels.
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Se cayó al piso, una cosita exquisita, una cosita que pudo alterar equilibrios y derribar una hilera de pequeñas piezas de dominó alineadas y después de piezas grandes y después de piezas gigantes, a lo largo de todos los años a través del Tiempo. A Eckels le daba vueltas la cabeza. No podía haber cambiado las cosas. ¡Matar una mariposa no podía haber sido tan importante! ¿Podía?
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Tenía la cara helada. Le tembló la boca cuando preguntó: “¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?”
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El hombre detrás del escritorio se rió. “¿Es un chiste? Lo sabe bien. ¡Deutscher, por supuesto! ¿Quién iba a ganar? Seguro que no ese imbécil de Keith. . Ahora tenemos un hombre de hierro. Un tipo con pelotas, ¡por Dios!.”
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El empleado se calló. “¿Pasa algo malo?”
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Eckels gimió.
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Se dejó caer de rodillas.
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Escarbó alrededor de la mariposa dorada con dedos temblorosos.
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“¿No podemos,” le rogó al mundo, a sí mismo, a los empleados, a la máquina, “no podemos llevarla de nuevo, no podemos hacer que viva de nuevo? ¿No podemos empezar de nuevo? ¿No podemos...”
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No se movió.
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Esperaba, estremecido, con los ojos cerrados. Escuchó la pesada respiración de Travis en la oficina; escuchó a Travis accionar su rifle, sacarle el seguro y levantar el arma.
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Se escuchó el sonido de un trueno.
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A Sound of Thunder (frag.)
Ray Bradbury
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1492… 1776… 1812.
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They cleaned their hands and faces. They changed their caking shirts and pants.
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Eckels was up and around again, not speaking.
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Travis glared at him for a full ten minutes.
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“Don't look at me,” cried Eckels. “I haven't done anything.”
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“Who can tell?'
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“Just ran off the Path, that's all, a little mud on my shoes… What do you want me to do… Get down and pray?”
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“We might need it. I'm warning you, Eckels, I might kill you yet. I've got my gun ready.”
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“I'm innocent. I've done nothing!”
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1999…2000…2055.
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The Machine stopped.
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“Get out,” said Travis.
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The room was there as they had left it.
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But not the same as they had left it.
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The same man sat behind the same desk.
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But the same man did not quite sit behind the same desk.
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Travis looked around swiftly. “Everything okay here?” he snapped.
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“Fine. Welcome home!”
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Travis did not relax. He seemed to be looking at the very atoms of the air itself, at the way the sun poured through the one high window.
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“Okay, Eckels, get out. Don't ever come back.”
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Eckels could not move.
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“You heard me,” said Travis. “What're you staring at?”
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Eckels stood smelling of the air, and there was a thing to the air, a chemical taint so subtle, so slight, that only a faint cry of his subliminal senses warned him it was there. The colors, white, gray, blue, orange, in the wall, in the furniture, in the sky beyond the window, were... were... And there was a feel. His flesh twitched. His hands twitched. He stood drinking the oddness with the pores of his body. Somewhere, someone must have been screaming one of those whistles that only a dog can hear. His body screamed silence in return. Beyond this room, beyond this wall, beyond this man who was not quite the same man seated at this desk that was not quite the same desk... lay an entire world of streets and people. What sort of world it was now, there was no telling. He could feel them moving there, beyond the walls, almost, like so many chess pieces blown in a dry wind...
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But the immediate thing was the sign painted on the office wall, the same sign he had read earlier today on first entering.
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Somehow, the sign had changed:
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tyme sefari inc.
sefaris tu any yeer en the past.
yu naim the animall.
wee taek you thair.
yu shoot itt.
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Eckels felt himself fall into a chair. He fumbled crazily at the thick slime on his boots. He held up a clod of dirt, trembling.
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“No, it can't be. Not a little thing like that. No!”
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Embedded in the mud, glistening green and gold and black, was a butterfly, very beautiful, and very dead.
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“Not a little thing like that! Not a butterfly!” cried Eckels.
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It fell to the floor, an exquisite thing, a small thing that could upset balances and knock down a line of small dominoes and then big dominoes and then gigantic dominoes, all down the years across Time. Eckels' mind whirled. It couldn't change things. Killing one butterfly couldn't be that important! Could it?
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His face was cold. His mouth trembled, asking: “Who… who won the presidential election yesterday?”
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The man behind the desk laughed. “You joking? You know damn well. Deutscher, of course! Who else? Not that damn weakling Keith. We got an iron man now, a man with guts, by God!”
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The official stopped. “What's wrong?”
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Eckels moaned.
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He dropped to his knees
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He scrabbled at the golden butterfly with shaking fingers.
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“Can't we,” he pleaded to the world, to himself, to the officials, to the Machine, `can't we take it back, can't we make it alive again? Can't we start over? Can't we…”
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He did not move. Eyes shut, he waited, shivering. He heard Travis breathe loud in the room; he heard Travis shift his rifle, click the safety catch, and raise the weapon.
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There was a sound of thunder.
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